Reflexión tercera
Al ver cómo había quienes recibían su cabezonería como un síntoma inequívoco de su deseo de poseer en todo momento la razón, no tuvo más remedio que despertar y comprender que era ya el momento de solucionar la asincronía existente entre sus intenciones interiores de defender su postura dentro de un debate prolijo en el que no supone problema para ninguna de las partes modificar su postura inicial si el peso de los argumentos del contrario son lo suficientemente convincentes y la percepción exterior de que esas intenciones se disfrazan de comprensivas en un clima de debate con la única finalidad de parecer permeables para poder, en definitiva, concluir que su postura inicial era la correcta sin aceptar en ningún caso cualquier argumento modificador por parte la otra parte interlocutora, válgase la redundancia.
Por eso decidió no justificarse demasiado, aceptar su falta de habilidad y trabajar para aprender a expresarse con exactitud tanto en el fondo como en la forma, así como en los matices correspondientes y en la traslación de sus intenciones.
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